Hay días en los que no recordamos ni lo que
hemos cenado, y otros en los que la memoria se nos llena de detalles como si
fueran sombras danzando a nuestro alrededor. Curiosamente, no solemos retener
los días buenos ni las risas, sino aquellos momentos grises, amargos, en
los que algo se rompió, y tuvimos que estar un tiempo perdidos
en la oscuridad, pero ¿por
qué la mente tiende a almacenar lo malo en lugar de lo bueno?
Buscando inspiración
para escribir este post, me topé con un artículo científico que explicaba que el
cerebro está diseñado, entre otras cosas, para protegernos. Y para hacerlo, necesita recordar lo
que duele. Yo creo que es algo innato, sobre todo cuando volvemos a un
lugar donde nos pasó algo desagradable. La mente tiende a evocar ese instante como si
proyectara una película. Eso me pasó esta mañana mientras hacía unas gestiones. Regresó a mí mente una imagen del pasado que preferiría no haber recordado. He de
admitir que no me agradó nada volver atrás en el tiempo. ¿Cómo lo gestioné?
Conecté con el presente. Eso me ayudó muchísimo. Créeme. Funciona.
Está claro que el
cerebro no olvida. Tiene memoria selectiva. Por eso, repite lo vivido de forma
automática cuando un algo lo activa. Quizá por eso nuestra mente almacena con
tanta precisión una discusión, una pérdida, un fracaso, o ese día exacto en el
que alguien nos dejó de hablar. Nos acordamos de la ropa que llevábamos, la
calle, la hora, incluso de lo que dijimos. Pero,
¿cuántas veces recordamos lo bueno que nos ha pasado en la vida?
No es que no hayamos
tenido días buenos. Es que, muchas veces, los vivimos de forma tan ligera, tan
natural, que no pensamos en conservarlos. La alegría que se siente es en el momento.
No necesita análisis. En cambio, el dolor lo procesamos, lo repasamos, lo
pensamos, lo escribimos, lo contamos. Lo revivimos una y otra vez, como si
buscarle sentido fuera la única forma de digerirlo. Y sin darnos cuenta, lo
fortalecemos. Lo volvemos parte de nosotros. Y cuando vuelve, ni siquiera
sabemos cómo sacarlo de la cabeza. No sé si me explico...
Hay personas que no
recuerdan los cumpleaños felices, pero sí el día en que mengano no se acordó
de felicitarle, y ya lo deja de hablar. No recuerdan el primer "te quiero", pero sí la última
discusión, la ruptura, el silencio. No es su culpa. Es el cerebro intentando
protegernos de futuros batacazos. Por eso nos volvemos más selectivos, menos
confiados, incluso menos sociables. Lo malo queda tatuado con consistencia. Lo
bueno, a veces, pasa sin que lo notemos… porque nos parece natural.
Pero también podemos entrenar la memoria. Podemos decidir qué conservar. Podemos
detenernos un día cualquiera y decir: esto quiero recordarlo. Esta
conversación, esta sensación, esta tarde en la que no pasó nada extraordinario.
Y anotarlo. Y contarlo. Y agradecerlo. Para que también se quede grabado en nuestra retina. Porque la memoria no es solo lo que vivimos.
Es también lo que decidimos revivir. Y si no empezamos a guardar con intención
los momentos felices, puede que un día miremos hacia atrás y solo veamos
cicatrices… olvidando que también hubo alegría, compañía, calma. Tal vez no se
trata de olvidar lo triste, sino de aprender a darle el mismo peso a lo bueno. Quizás
no hemos sido tan infelices como creemos… solo hemos sido muy malos recordando aquellos momentos plagados de felicidad... Que no es lo mismo. ¿Tú qué opinas?
CHARLOTTE BENNET