Hacía tiempo que quería escribir sobre esta lacra que, poco a poco, está sesgando vidas de chicos jóvenes que sufren la violencia de otros niños. No es un hecho aislado, ni ¨cosas de niños¨. Es un tema terrible, triste, preocupante y, cada vez más, frecuente. Y que nos afecta a todos.
No voy a indagar en el origen de tan horrible comportamiento. Todos estamos expuestos a la ira, al odio y a la violencia de otros. Es un hecho real que invade nuestra sociedad: no solo en la escuela, sino también en el trabajo, en las redes, en cualquier rincón mundo. Quienes atentan contra la integridad física o mental de una persona cometen un delito. El ordenamiento jurídico así lo establece, y como tal debe ser penalizado. Y, hasta el momento, nadie hace nada. No se activa ningún protocolo. El caso es tratado por los medios, y poco más. Hay datos que revelan que en España, dos de cada diez estudiantes reconoce haber sufrido bullying. Eso equivale al 6,2 % de los estudiantes entre 4º de Primaria y 4º de Secundaria. Es decir, casi 220.000 niños y adolescentes han sido víctimas de acoso escolar en los últimos dos meses. De esos, más de 44.000 han intentado acabar con sus vidas alguna vez. Triste, pero cierto. Pero, ¿quién se ocupa de los acosadores? ¿Se les exige responsabilidad? ¿Qué pasa con ellos? ¿Juegan a buscar a la siguiente víctima para luego contarlo en redes sociales y ganar seguidores? Porque esa es la moda actual. No se jactan de sus logros, ni de sus sueños, sino de ¨su vil hazaña¨… Y es cuando me pregunto… ¿Quién les enseña a que el dolor ajeno no es un juego? ¿Quién les muestra que la empatía no es una debilidad, sino un acto de bondad y humanidad?
Según datos públicos, la Fiscalía General del Estado detectó 1.196 casos de acoso escolar en 2024. Y eso no deja margen para la indiferencia. No es aceptable que cada día haya nuevos casos, nuevas víctimas, nuevas vidas truncadas y familias rotas por la tragedia... Porque el bullying tiene sus repugnantes efectos: comienza con aislar a la víctima, hacerla sentir que no vale nada. Se denigra poco a poco, hasta empequeñecerla. Es violencia elevada a la enésima potencia. El silencio de la víctima es brutal. Y la complicidad de quienes lo ven, y lo graba lo es aún más. Esta violencia se cuela en los pasillos, en el aula, en el recreo, en las redes sociales, en el trabajo. Está en todas partes. Casi la mitad de los estudiantes reconoce que no hace nada ante los casos de bullying que sufren sus compañeros. Y con toda la rabia que esto me provoca: ¿dónde carajo está la comunidad educativa cuando se la necesita? ¿Dónde está el valor de intervenir, de proteger, de defender a la víctima? De hecho, el bullying no se supera. Quien lo ha vivido lo sabe. Queda reflejado en la forma de hablar bajito, en la necesidad de pedir permiso para respirar, en la culpa que aparece cada vez que intenta alzar la voz, en el miedo a ser visto… y también en el miedo a ser invisible.
No basta con campañas millonarias de concienciación. No bastan los carteles que dicen ¨No al bullying¨ si los adultos no frenan a sus hijos, si no les educan en valores, empatía y solidaridad, si no les enseñan a escuchar, a intervenir, a no mirar hacia otro lado. Hay que educar con el ejemplo. Con la responsabilidad. Con el respeto hacia uno mismo, y hacia los demás. No burlarse del físico, ni molestar a nadie... Hay que enseñar a nombrar lo que está mal y lo que duele. Porque si callas ante el acoso, estás siendo cómplice. Porque lo que no se denuncia, no se puede controlar ni detener. Porque lo único que lograremos es que esta lacra se normalice y eche raíces. Y cuando eso pasa, la violencia deja de ser un problema y se convierte en una costumbre. Y eso no se puede permitir. La solución no es mirar a otro lado, sino cortar el ciclo. Con educación. Con justicia. Con sanciones reales. No con excusas, y escurrir el bulto...
Dedicado a todas las víctimas. Y a sus familias que llevan el duelo de una ausencia que pudo haberse evitado.
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