No soy periodista. No soy analista. Ni siquiera soy testigo directo de la barbarie que ocurre en el mundo, especialmente en Gaza, Ucrania… Sólo soy una escritora… Y quiero alzar de nuevo la voz a través de estas letras y solidarizarme con todos aquellos que sufren el horror a diario. Mi corazón late con ustedes, ahora más que nunca. Mi deseo es que haya justicia para los olvidados, para aquellos cuyas voces se ahogan entre los escombros de la ocupación, del cruce de balas, del terror que les acecha, y el silencio internacional de los que gobiernan el mundo.
Hoy, como muchos otros días, pienso en el pueblo palestino, en los ucranianos… En todos esos inocentes que están sometidos a una guerra que no parece tener fin. En el caso de palestina, ellos siguen ahí: hambrientos, descalzos, polvorientos, peleando por conseguir un mendrugo de pan que les llega a cuentagotas, mientras un genocida ha impedido que el pueblo palestino sea auxiliado. Busca el exterminio a cualquier costo. Y mientras tanto, los mandatarios miran hacia otro lado. Pero esas personas continúan resistiendo entre las ruinas de lo que queda de sus hogares, sufriendo la barbarie de un genocida, esperando inútilmente que algo cambie.
Hoy, como siempre, me pregunto cómo hemos llegado a un lugar donde se habla de "paz" mientras la muerte y la opresión se imponen cada hora, cada minuto, sin que la humanidad levante la voz con más fuerza si cabe. No debemos permitir esta masacre, y que los gritos de horror de esas personas no sean escuchados ni en los pasillos de la ONU, ni en las conferencias de prensa de los líderes mundiales. Es un grito tan demoledor, y tan desgarrador, que no entiendo cómo no resuena en el lugar que debería: en los corazones de aquellos que abogan por la "paz".
Porque en este dolor no se trata solo de tierra. Se trata de vidas truncadas, de generaciones que han crecido y a las que se les niega vivir en paz. Se trata de niños cuyos sueños se apagan entre bombardeos y escombros, de madres que, cada noche, no saben si sus hijos despertarán al amanecer. Se trata de una gente que ha sido despojada de todo cuanto tenía, condenada a huir de sus hogares.
Algunos lo llaman "conflicto". Otros lo llaman "violencia". Pero es una masacre. Es la eliminación sistemática de una identidad de un pueblo. Es la constante represión, la persecución, el despojo de tierras, la destrucción de hogares. Esta es la humillación diaria que sufren los civiles que viven bajo yugo de la guerra.
Es fácil hablar de "soluciones" cuando no se está viviendo la realidad de esos cuerpos aplastados por las bombas, de esos ojos vacíos que ya no esperan justicia. Es fácil sentarse desde la comodidad de un escritorio y pedir "diálogo", "ceses de fuego", cuando lo que realmente se necesita es el fin de la guerra. ¿Qué clase de diálogo se puede construir cuando todo ha sido aniquilado, cuando se escudan tras un muro de impunidad?
El dolor no tiene fronteras, y ni las palabras ni las resoluciones pueden redimir el sufrimiento de quienes han sido borrados de la historia. ¿Cómo callar el llanto de aquellos que han perdido todo, que no tienen más que su propia dignidad y sus recuerdos, mientras el mundo sigue negociando sobre sus muertes? No se puede ser neutral frente a la barbarie. No se puede mirar a otro lado cuando miles de civiles están siendo arrasados.
Palestina, Ucrania… No son una "estadística". No son una entidad abstracta que aparece solo cuando un misil explota. Eran lugares llenos de vida, llenos de historias, de tradiciones, de luchas. Ahora se han convertido en zonas de guerra, y siguen resistiendo bajo un fuego cruzado que no cesa, no solo con armas, sino con el poder de su memoria, con el clamor de sus madres, con la esperanza indomable de que algún día, en algún lugar, habrá justicia.
Me duele pensar en cómo las historias de estos civiles se han convertido en ecos apagados por la indiferencia. Me duele que las vidas humanas sean solo un juego político. Que las imágenes de miles de personas muertas sean solo una tragedia más que se pierde en el ruido de las negociaciones. Que la sangre de los inocentes se derrame y, aún así, los poderosos mantengan su pacto con la injusticia, como si nada estuviera en juego.
Toda vida importa. Los sueños importan. Y el dolor de muchos, por más que les pese, importa. El sufrimiento de los palestinos, ucranianos, es tan real como el nuestro, y aunque esté oculto bajo capas de diplomacia y acuerdos vacíos, no deja de ser nuestra responsabilidad condenar el horror como ciudadanos.
No hay paz sin justicia. No hay diálogo sin reconocer al otro, sin dejar de verlo como "enemigo" y comenzar a verlo como ser humano. No hay futuro sin un acto de reparación, sin un cambio profundo en la mentalidad colectiva. Y hasta que no se dé ese paso, hasta que el mundo no se levante y diga "basta", no habrá paz, solo silencios llenos de dolor.
Hoy, mi pluma no escribe para hacerle eco a la política ni a los intereses creados de muchos. Hoy, mis palabras son para los que siguen sufriendo, para los que siguen esperando, para los que se niegan a desaparecer en las sombras y entre los escombros. Porque mientras haya alguien que se atreva a contar su dolor, no serán olvidados. Y mientras haya alguien que lo lea, su memoria y dolor no serán borrados.
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