martes, 18 de noviembre de 2025

EL MÓVIL: UN ENGANCHE TOTAL Y ABSOLUTO

 

      Hoy, mientras volvía en autobús, me di cuenta de que todos los pasajeros estaban pegados a sus móviles. Ojos fijos en la pantalla. Sonrisas, audios, mensajes… y silencio absoluto entre ellos. Nadie hablaba con el de al lado. Nadie miraba a nadie. Parecía que el mundo real había desaparecido y que todos vivían dentro de un rectángulo brillante y parlante.

      Yo era como ellos años atrás, pero aprendí a darle un uso consciente a las redes y al móvil.

       Es evidente que vivimos en una era híper-moderna, donde la tecnología domina nuestras vidas más de lo que queremos admitir. Las redes sociales, los seguidores, los likes nos mantienen ocupados, nos distraen y nos condicionan. Estar conectados se ha vuelto sinónimo de modernidad, ser visibles, de pertenecer a algo más grande que nosotros mismos. Es ver una pantalla que nos acerca a un mundo peligroso. Pero, ¿eso nos hace felices?

      El teléfono prometía conectarnos a quienes no estaban cerca, y en parte lo hace. Pero se ha convertido en un imán que roba nuestra atención y nuestro tiempo. Lo revisamos sin darnos cuenta, incluso cuando no hay nada nuevo que ver. Medimos nuestro valor por una pantalla que nunca duerme, que nos engancha como una maldita droga silenciosa. Cada notificación activa un pequeño impulso en nuestro cerebro, un premio instantáneo que nos hace volver una y otra vez, aunque sepamos que deberíamos parar.

        Nos quejamos de la falta de tiempo, pero a menudo lo desperdiciamos desplazando el dedo por contenidos que no nos aportan nada. Nuestra concentración se fragmenta. Las conversaciones se interrumpen. Nuestra vida real se disuelve. Estamos presentes en todo y en nada a la vez, porque nuestra mente está puesta en el teléfono; encendemos la pantalla para ver qué hay de nuevo o cuántos likes han dado a nuestra última publicación.

       Incluso los bebés están aprendiendo a engancharse desde pequeños. Se les da una pantalla y aprenden a interactuar con ella antes de aprender a hacerlo con sus semejantes. Esto no es solo un error aislado: es un reflejo de cómo nuestra sociedad ha normalizado la dependencia tecnológica desde la infancia, en lugar de ofrecerles puzles, juegos de construcción o experiencias reales y didácticas.

        El enganche al teléfono no es solo un hábito: es un síntoma de algo más profundo. Nuestra necesidad de conexión, validación y escape se filtra a través de estas pantallas. Nos refugiamos en ellas para sentir compañía, para distraernos del aburrimiento o la incomodidad, para sentir que formamos parte de algo, aunque solo sea un hilo interminable de publicaciones.

      Entonces, ¿qué podemos hacer? Reconocerlo es el primer paso. Recuperar el control es el segundo. Desconectar no significa renunciar a la tecnología, sino elegir cuándo mirar y cuándo soltar. Es aceptar que un ratito con el móvil está bien, pero no que nuestra vida dependa de él. Es permitirnos mirar alrededor, escuchar a los demás y sentir lo que ocurre aquí y ahora. Porque la pregunta no es si podemos vivir sin el teléfono…sino si podemos vivir con él sin dejar que él viva por nosotros. El desafío no es pequeño, ni inmediato. Pero cada momento que pasamos sin mirar la pantalla es un pequeño triunfo. La desconexión digital no es un lujo: es una necesidad.

 

 

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